lunes, septiembre 24, 2012

Mi estrella fugaz


Un dulce recuerdo renace de repente, un destructivo recuerdo repleto de angustia. Hoy entrado en la treintena, tenía casi olvidada la perversa inocencia que me rodeaba por aquel entonces. La vulnerabilidad de mi niñez impulsárame por aquel entonces a aferrarme con desesperada ansia a una estrella de fugacidad oculta; una trampa preparada por el destino para aprovecharse de la fragilidad de una mente atormentada por los daños del pasado.

Son las ocho de la mañana. Un suficiente desayuno alimenta mi cuerpo mientras que la mente lo hace con el embriagador candor de la idea de alcanzar la distancia que me separa de mi particular estrella de la muerte. Hoy sería un nuevo día en el que tendría que superar, como todos, los múltiples obstáculos que me separaban de ella. Daba igual las barreras colocadas por un maléfico ángel destructor, daba igual la tremenda distancia que nos separaba… en realidad casi todo daba igual porque el simple reflejo de una mirada o una sonrisa me acercaba cada vez más a la llave de mi prisión. Se suceden los días, las semanas, los meses y mis posibilidades de escape se reducen a alcanzar la tenue luz de aquella lejana estrella. Ningún otro camino iba a abrirse, ya no existía ninguna brizna de esperanza que abriera otra puerta en aquel angosto pasillo.

De repente un terremoto sacude todo mi ser: mi mente, ofuscada en alcanzar aquella estrella, encuentra un hueco por donde huir. Una cándida vocecilla en mitad de la playa salvó momentáneamente mi corazón. La vida se encargó de cerrarlo, pero ahora tenía algo que nunca tuve antes: esperanza.

Han pasado algunos años. Sigo tratando de alcanzar mi estrella, pero sin ángeles negros que interpongan barreras: ahora las barreras las ponemos nosotros. Nuestras miradas se cruzan por los pasillos, un océano de silencio nos ha distanciado. Nada parece acercarnos a menos que un improbable soplo de aire rompa el impenetrable muro de hormigón que tan estólidamente hemos colocado. De repente una grieta se vislumbra en él: no hay nada más incomodo que el silencio en un habitáculo cerrado. Poco a poco el resquebraje del muro mengua la distancia a los pocos metros que nos separan en aquella lejana estación. Me giro y la descubro mirándome con esa mirada penetradora. Nunca estuvimos tan cerca. La vida sigue, mi estrella se vuelve a alejar.

Dos dardos lanzados con la más profunda maldad de la vida aciertan en mi corazón. Dos instrumentos demoníacos pensados para hundirme en la más oscura de las soledades. La herida es demasiado grande para poder levantarme y mi estrella se desvaneció. Me resigno, pues, a vivir sin ilusión; me resigno, pues, a conformarme. Tres ilusiones de felicidad me han acompañado desde entonces. Las tres desaparecidas detrás de un sospechado espejismo. No se puede vivir sin ilusión.

Pasan los años y de mi estrella sólo quedan acercamientos esporádicos. Lo primeros para golpearme. El ultimo para ofrecerme una cura momentánea. La algarabía de los unos por encontrarse con los otros no evitó que la pista se silenciara y el tiempo se aislara por un instante durante aquel reencuentro escolar. Esta vez no hubo ningún baile, sólo hubo palabras de inocua esperanza. Su mirada pretendía el acercamiento, nuestro destino lo evitaba. Desde entonces la distancia entre los dos no ha hecho más que agrandarse. La vida es maliciosamente caprichosa con los asuntos del querer.

Nueve años han pasado desde aquellas dos flechas envenenadas. Nueve años en los que mi corazón se volvió de un color más oscuro que del propio carbón. Nueve años después, una espontánea sonrisa me rescata de mi indeseado búnker anti-sufrimiento. La vida me volvía a sonreír, la música volvía a sonar dentro de mí; ya no tenía por qué resignarme. Alguien por fin me había rescatado. Pero… la vida es maliciosamente caprichosa con los asuntos del querer. No la vi venir, no la pude intuir. Un miércoles, una desgraciada mañana de miércoles la sentí atravesar mi pecho; una tercera flecha con un veneno mucho más destructor que las que me golpearon nueve años atrás. Mi vida se vuelve a oscurecer. Ya no sigo en el búnker, ya no sé ni dónde estoy.

Un dulce recuerdo nace de repente, el dulce recuerdo de aquella lucecita que me hizo sobrevivir. De aquella escalera la vi bajar; la impoluta blancura de aquellas que ya se van. Aquella lucecita de esperanza iluminaba todas las mañanas mi encogido corazón. Hoy ya nadie podrá iluminar mi desaparecido corazón.

Chechu,
24/09/2012